07 abril 2006

Egoísmo

Según él, todos y cada uno de los actos en la vida de la persona eran absoluta e indiscutiblemente egoístas; no existían las acciones desinteresadas, simplemente no había lugar para ellas en la lamentable y ruin condición humana. Parecía lógico: nada en este Universo se mueve sino hay una fuerza que tire de él o lo empuje. Esta fuerza no sólo debe existir, sino que además debe ser lo suficientemente poderosa como para sacar al ser humano de su cómodo letargo natural, de su inercia.

Aquella conclusión resultaba obvia para aplicar todos aquellos impulsos humanos básicos, como el hambre, la sed, el sexo o la necesidad de protección. Todos ellos eran escandalosa e indiscutiblemente egoístas, y constituían el noventa por ciento de las acciones humanas, pero no distaban mucho de otros impulsos que otros no dudarían en calificar como “más elevados”.

Cuando una persona se socializaba, es decir, establecía lazos de cualquier tipo con otras personas, lo hacía por la egoísta necesidad de sentirse reconocido, de, en una palabra, existir. Era relativamente fácil que estos lazos pudieran degenerar en amistad e incluso en amor, y estos sentimientos no eran más que nuevas formas de un egoísmo encubierto más poderoso si cabe: si uno hace algo que resulta en la felicidad de la persona estimada, no lo hace por el otro, sino que lo hace por sí mismo, porqu disfruta de la felicidad de la otra persona, porque se alimenta de esa aletargadora y gratificante sensación de la que ha caído en dependencia. Es más, cuando algún conocido, un familiar o un amigo muere nos sentimos tristes, pensaba Armand, pero no por esa persona. Al fin y al cabo esa persona ha dejado de existir y poco le va a importar lo que suceda de ahora en adelante. Es más, con un poco de suerte, y si alguna de las miles de religiones que parecían lastrar a la humanidad estaba en lo cierto, podíamos incluso pensar que ese familiar o amigo estaría ahora en un lugar mucho mejor que este manido y desolador planeta; un lugar de felicidad perpetua y todas esas cosas que la gente gustaba de imaginar para después del último suspiro. ¿Por qué pues deberíamos sentirnos tristes o apenados por el fallecimiento de una persona cercana a nosotros?, se preguntaba Armand. La respuesta era sencilla: porque en nuestro egoísmo inherente, sabemos que no vamos a poder disfrutar de su compañía nunca más, de sus bromas, de sus historias, de sus desgracias... Hemos desarrollado una dependencia de algo que nos ha sido súbitamente arrebatado para siempre, y eso es algo difícil de digerir hasta para elestómago máspreparado.

El mismo principio egoísta se podía aplicar, según él, a todas aquellas personas que arriesgaban sus vidas ayudando a personas en países en guerra o asolados por violentas catástrofes naturales: esos voluntarios disfrutaban con lo que hacían, tenían esa necesidad creada y, en su egoísmo, intentaban satisfacerla. Para Armand era simplemente un hobby como otro cualquiera, sólo que resultaba ser más reconocido que el tenis, el ajedrez o la confección de prendas de punto. Aquellas personas estaban satisfaciendo unas necesidades personales de carácter egoísta; de lo contrario no moverían un dedo.

Un voluntario proporciona comida a un niño desvalido en un lejano y mísero país porque se lo pide el cuerpo, porque necesita satisfacer esa necesidad personal. Por ese mismo y sencillo motivo, para satisfacer una necesidad personal comete sus crímenes un asesino en serie y goza de bastante menos reputación por ello. Se preguntó cuál sería el acto egoísta que le hacía levantarse a él todas las mañanas. Quizá cuando consiguiera encontralo podría entonces tomarse unas vacaciones, si es que aquello alguna vez sucedía.


Tiempo que perder
Javier Malonda Ricart(GonzoTBA)

Todo lo que pare este hombre me encanta, empezando por su página (premio, por votación popular, al mejor blog) y acabando por su novela.

delicous menéame

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